cart
0
Cultura

La última vendimia: el arte de la rebusca de la uva

Cuando las cuadrillas de vendimiadores terminaban su trabajo y los carros cargados de uva se marchaban del viñedo, quedaba un silencio especial en los campos.

Publicado por:
Ana Gómez González

El aire olía todavía a mosto, las hojas de las cepas empezaban a amarillear, y el sol del final del verano dejaba una luz dorada sobre los sarmientos. Era entonces cuando comenzaba otro tipo de vendimia, más humilde pero igual de importante: la rebusca de la uva.

Una costumbre nacida de la necesidad y la convivencia rural

La rebusca era, y en algunos lugares aún es, una costumbre profundamente arraigada en pueblos como Matapozuelos y otras zonas vitivinícolas de Castilla y León, La Rioja o Castilla-La Mancha. Se realizaba cuando los propietarios de los viñedos ya habían recogido la mayor parte de la cosecha. Los vecinos, especialmente los que no tenían tierras o que pasaban por momentos de necesidad, salían con capazos, cestas o cubos para recoger los racimos que habían quedado entre las cepas.

No era un acto de rapiña ni de aprovechamiento, sino una práctica aceptada, incluso esperada. El dueño del terreno daba por buena esa recogida. Sabía que esas uvas que quedaban atrás, a veces ocultas entre las hojas o demasiado pequeñas para el mercado, podían servir para que otros elaboraran su propio vino o prepararan dulces tradicionales como el mostillo o el arrope de uva. Era una forma sencilla y solidaria de compartir lo que la tierra daba.

En muchos pueblos, la rebusca se hacía en familia. Las madres iban con los niños, los abuelos ayudaban con su experiencia, y al caer la tarde todos volvían a casa con las manos pegajosas de jugo y una sonrisa cansada. Era trabajo, sí, pero también convivencia, comunidad y dignidad.

La raíz antigua de la rebusca: una ley con miles de años

Aunque pueda parecer una tradición puramente campesina, la rebusca tiene raíces mucho más profundas. Su origen se remonta a las antiguas leyes de los israelitas, tal como aparecen en el Libro del Levítico y en el Deuteronomio, textos de hace más de tres mil años.

Estas leyes establecían que los agricultores no debían recoger todo el fruto de sus campos. En concreto, se ordenaba no segar completamente las orillas de los trigales, no recolectar las uvas caídas ni volver atrás para recoger lo que se había olvidado. Esos restos debían dejarse para los pobres, los huérfanos, las viudas y los extranjeros, de modo que también ellos pudieran alimentarse con dignidad.

En el Levítico 19:9-10 se lee:

“Cuando coseches la tierra, no coseches completamente las orillas del campo ni recojas las sobras de tu cosecha. Tampoco recojas las sobras de tu viña ni las uvas esparcidas de tu viña. Déjalas para los pobres y para los residentes extranjeros.”

Y el Deuteronomio 24:19-21 repite la idea:

“Cuando recojas las uvas de tu viña, no regreses a recoger lo que quede. Eso debe ser para el residente extranjero, el huérfano y la viuda.”

Estas normas, más que simples reglas agrícolas, eran una forma de justicia social. Permitían que nadie quedara completamente excluido del fruto de la tierra y fomentaban valores como la generosidad, la gratitud y el respeto por el trabajo ajeno. Curiosamente, esos mismos valores están presentes en la rebusca tradicional de los pueblos españoles.

Lo que se recogía en la rebusca no era un simple puñado de uvas. Con lo que se conseguía, muchas familias hacían vino para consumo propio, más rústico y con menos rendimiento, pero lleno de orgullo y esfuerzo. Otros preferían dedicar las uvas a preparar dulces caseros como el mostillo, una especie de mermelada espesa elaborada con mosto cocido, o el arrope, un jarabe espeso que se reducía lentamente al fuego hasta adquirir un tono oscuro y un sabor concentrado.

Estas elaboraciones, además de aprovechar el fruto, se convertían en auténticos rituales familiares. En torno a la caldera del mosto se reunían generaciones enteras. Se removía con paciencia, se probaba, se corregía el punto de azúcar, y se guardaba en frascos para el invierno. La rebusca no solo llenaba la despensa: mantenía viva una cultura gastronómica y un sentido de comunidad que el tiempo ha ido borrando.

La rebusca como símbolo de respeto hacia la tierra

En una sociedad donde casi nada se desperdiciaba, la rebusca era un símbolo de respeto hacia la tierra. Lo que hoy llamaríamos “aprovechamiento sostenible” o “economía circular” ya lo practicaban nuestros abuelos sin ponerle nombre. Cada racimo recogido tenía detrás horas de sol, de lluvia y de cuidado, y dejarlo perderse habría sido casi un pecado.

Además, esta costumbre reforzaba el tejido social de los pueblos. Los propietarios, al permitir la rebusca, mostraban generosidad y confianza. Los vecinos, al salir a recoger lo que quedaba, demostraban esfuerzo y dignidad. Nadie recibía limosna: todos trabajaban. La ayuda no era caridad, era cooperación.

Cuando la tradición se convierte en recuerdo

Con el paso de los años, la mecanización de la vendimia, el abandono de pequeños viñedos y los cambios en la vida rural fueron relegando la rebusca a un recuerdo. Hoy apenas se practica, y cuando se hace, suele ser más por nostalgia que por necesidad. Sin embargo, en algunos pueblos todavía hay quien sale a rebuscar, por costumbre o por amor a la tradición, disfrutando del paseo entre cepas y del sabor de las últimas uvas del año.

En fiestas locales o jornadas de enoturismo, la rebusca se ha convertido incluso en una actividad simbólica. Niños y visitantes pueden participar, conocer cómo se hacía, y comprender que la historia del vino no está solo en las grandes bodegas, sino también en los pequeños gestos que mantuvieron viva la cultura del campo.

Un legado que vale la pena recordar

La rebusca de la uva no es solo una anécdota rural. Es una enseñanza sobre el valor del trabajo, la solidaridad y el respeto por la tierra. Nos recuerda que la abundancia no tiene sentido si no se comparte, que cada fruto tiene un propósito y que detrás de cada racimo hay una historia.

En un tiempo donde el ritmo del campo marcaba la vida, la rebusca unía a la gente y enseñaba a los niños que incluso lo que otros dejan atrás puede tener valor. Hoy, cuando la prisa y el consumo rápido dominan, esta vieja costumbre invita a detenerse y mirar atrás con gratitud.

Quizás la rebusca ya no sea necesaria para llenar la despensa, pero sí lo es para alimentar la memoria y la conciencia. Porque, en el fondo, rebuscar era mucho más que recoger uvas: era una forma de entender la vida, el esfuerzo y la comunidad.